sábado, 21 de julio de 2012

HANNAH WILKE

     SOS.Starification Object Series.1974-1982. Fotografías en blanco y negro con esculturas de chicle.


          Hannah Wilke. Artista feminista y pionera de la aproximación al arte y de la ausencia de la mujer en el mundo del arte y la creación. Se inició en el arte como escultora, técnica a la que aplicó materiales novedosos, tales como: chicle, goma de borrar y latex. Además, abordó la performance, la fotografía, el vídeo y el dibujo.

         Fue criticada e incomprendida por sectores del feminismo más radical de los años setenta. Wilke y otras muchas reivindicaron a través de su arte el reconocimiento de su género y la posición de mujer sujeto que había ocupado tradicionalmente en la historia del arte. En ese sentido la imagen de la vagina se volvió un elemento clave en su expresión artística. Icono que le permitía rescatar el sexo femenino de su consideración como algo pecaminoso o mero símbolo de fertilidad.

          A lo largo de toda su trayectoria, Wilke abordó asuntos de carácter universal: la defensa de la diversidad cultural, religiosa o étnica, la denuncia tanto de la opresión de la mujer como del fanatismo feminista, la dignidad de la vida humana, el dolor, la enfermedad y la muerte.

sábado, 7 de julio de 2012

CAROLINE " Capítulo II "




—¡Caroline! ¡Ven aquí!
—¡Mira como salto las olas! ¡Ven! Que no está fría.
—¡Caroline! ¡Ven aquí te digo! ¡Te vas a ahogar! ¡Vuélve! ¡Mamá!, no me hace caso. Llámala tú.
—¡Cagona!, ¡miedica!, tienes miedo.
—¡Caroline! ¡Me quieres hacer caso! ¡No ves que estas haciendo sufrir a tu hermana!

         Estos momentos en la playa los recuerdo con mucha nostalgia. Cuando aún estábamos todos. Solía vivir expectante, con la mirada fija en el teléfono, a la espera de la llamada de mi abuela. El día que sonaba, corría hacia él como si la vida me fuera en ello.
—¡Hola pepona! Salimos mañana temprano, estaremos allí sobre el medio día. Vete preparando el cubo y la pala que nos vamos a la playa.
    En ese momento una enorme luz de Neón aparecía frente a mis ojos. "¡Playa, playa, playa!"

       Vivíamos en Tablas, a tan sólo quince minutos de la playa en la provincia de Murcia, y aunque pareciese mentira, nunca íbamos. Mi madre no tenía carnet de conducir, nosotras éramos muy pequeñas, y mi padre, que era la única persona que nos podía llevar no lo hacía, tan sólo por el hecho de que había realizado el servicio militar en la marina, y había terminado de agua hasta la coronilla. Yo creo que le tiene tanta tirria, que si pusiera un pie en la arena le saldrían ampollas. Así qué, teníamos que esperar a que mis abuelos vinieran a visitarnos desde Celas, Extremadura, para ir a la playa. Hecho que tan sólo ocurría una vez al año.
         Las dos o tres semanas que pasábamos con ellos eran un resquicio de luz para nosotras. Estábamos todos: mis abuelos Clotilde y Narciso, y mis tíos Ramón y Ronato por parte de madre, por supuesto. Por parte de padre sólo llegué a conocer a mi abuela, y creo que estaba tan saturada con la vida que había tenido, que nunca quiso saber nada de nosotras. Por otra parte estaban sus diez hijos, con los que tampoco teníamos mucho apego. Tan sólo uno de ellos se relacionaba con nosotros, Jorge, el cual tenía una hijo, Oscar, que más que primos parecíamos hermanos. Siempre fuimos uña y carne. 
       En esas placenteras semanas íbamos a pasear, a la playa, comíamos en familia... y cómo no, estaban las discusiones de fin de sobremesa. Mi padre y mi abuelo se odiaban mutuamente. Más por parte de mi abuelo que por la de mi padre.

        Todo comenzó cuando mi padre, veinte años mayor que mi madre, y mi madre, que tenía por aquel entonces catorce años, se fugaron y estuvieron más de un año en paradero desconocido. Ya os podéis imaginar el revuelo. Mi abuelo nunca les dio su aprobación. Pero su hijita no pensó con la cabeza, sino con el corazón. Este le decía que sería el hombre con el cual pasaría el resto de su vida. ¡Pobre infeliz! La gente dice que el amor es ciego, y yo lo confirmo. Mi madre tenía tal ceguera, que aún hoy sigue sin ver.

¿Por dónde iba? A sí, la playa.
          Era todo un ritual. Mi abuela se levantaba temprano, y cuando digo temprano, era muy temprano. Lo primero que hacía era beberse su café con leche en baso de cristal casi hirviendo, aún hoy, no he llegado a entender como lo hace sin quemarse la lengua, traquea e intestinos. Una vez lo terminaba se ponía manos a la obra. Primero pelaba las patatas a una velocidad vertiginosa, había momentos en los que el cuchillo desaparecía. Las cortaba en rodajas casi transparentes de la finura que tenían. Las freía, batía los huevos, y a la misma vez en otra sartén, freía los pimientos. ¿Resultado? Unas tortillas de patata y unos pimientos verdes fritos, mmmm, para chuparse los dedos. Aún recuerdo el sabor que me dejaban en la boca tras cada bocado. Aceitoso, cremoso, jugoso... ¡Delicioso!
         Tumbada aún en la cama, veía pasar siluetas de un lado para otro preparándolo todo. Siempre esperaba a que mi abuela entrara a despertarme con un sutil beso en la frente. Me encantaba ese momento. Porque la vida son momentos. Buenos o malos. Mejores o peores.
Se hacía tan raro ver a tanta gente deambulando por la casa... Charlando, riendo, haciendo cola para entrar al baño... Lo peor de todo es que a lo sumo, tan sólo duraría un par de volátiles semanas.
        Llagábamos a la playa los primeros. Aparcábamos el coche frente a las dunas, y comenzábamos el ritual de las hormigas trasportando todos los enseres en fila india: sillas, mesas, tumbonas, sombrillas, nevera... y además, todo un surtido de; platos, cubiertos, vasos, infiernillo para el café etc... Daba la impresión de que nos fuéramos a quedar allí toda una vida, pero no, tan sólo eran unas horas, unas horas en las que disfrutábamos cada segundo de ellas. Los unos de los otros. Hablábamos de infinidad de cosas, en realidad, era yo la que no callaba ni debajo del agua. Tenía que aprovechar, sabía que no los volvería a ver en un año, y yo creo que lo hacían así para conservar la cordura. Menos mal que mis hermanas hablaban poco, de no haber sido así, no sé lo que hubiera sido de mis pobres abuelos con mi inagotable verborrea.
         La vuelta a casa era volver a la realidad, ni yo, ni ninguno de nosotros, quería que llegase ese momento, así que hacíamos todo lo posible por alargar el día. Mi método era no salir del agua, aunque el remedio fuese peor que la enfermedad. El ambiente se iba caldeando, y cuando salía, siempre me llevaba un par de azotes en el trasero.

        A nuestro regreso siempre sucedían lágrimas. Por un lado estaba mi padre, que unas horas más tarde llegaba del bar exigiendo la cena a gritos. A estos gritos le seguían los de mi abuelo, que por supuesto salía en defensa de su hija. Y la mayoría de veces, todo concluía con mi madre de por  medio, diciéndole a su padre que no se metiera, que su marido tenía la razón.
—Es mi culpa.

B.v.